La verdad de los investigadores privados. No son espías, no son ‘hackers’ ni se parecen a Bond. Los detectives más preparados de toda Europa se reivindican: “Nuestro trabajo es crucial”.
La calle paralela a la calle Ponferrada de Madrid se llama también Ponferrada y la siguiente, también. Y la de antes. Y la calle que cruza, la más grande, donde está El Palacio del Churro, también es la calle Ponferrada. A un lado están los número pares y en la acera de enfrente, los portales son pares también. Y aquí, oculto en este laberinto de espejos en el que es imposible orientarse sin un radar, en un bajo que parece el taller de un electricista, hemos quedado con Alberto Téllez, técnico especialista en electrónica de comunicaciones y detective privado.
Su despacho es una versión castiza del sótano de Q, el técnico que suministra gadgets a James Bond. Alberto tiene trastos viejos, como un magnetófono de bobina abierta que parece de la Stasi, y una maleta llena de cachivaches de última generación, un escáner de radiofrecuencia, una cámara termográfica, otra endoscópica o un aparato que técnicamente se llama detector de uniones no lineales, pero ellos, los detectives, llaman «escoba» porque barre cualquier dispositivo electrónico. Si tienes un micro tras el pladur, cámaras ocultas en la rejilla del aire acondicionado o cables bajo la moqueta, él los encuentra. «La mayor parte de la gente que nos llama nunca tiene nada», reconoce. Tiene también Alberto unos guantes naranjas fluorescentes para no dejar huellas en sus investigaciones. Se los pone y aquello parece de repente CSI, calle Ponferrada.
«Olvídate de esa imagen literaria y cinematográfica porque nuestra profesión no tiene nada que ver con eso», nos corrige Enrique Hormigos, abogado, detective y presidente de la Asociación Profesional de Detectives Privados de España (APDPE). Quedamos con él en la planta baja de su chalé, donde guarda su polígrafo. La máquina determina que Enrique dice la verdad: «Los detectives no llevamos gabardina, ni una lupa y un periódico con dos agujeros a la altura de los ojos. Esta no es una imagen seria y distorsiona nuestra profesión. No nos tiramos desde un avión, ni saltamos de trenes en marcha. Somos gente normal, preparada».
En España hay casi 4.500 detectives privados acreditados, aunque apenas la mitad ejerce. Un 30% aproximadamente son mujeres. Presumen de ser los más formados de Europa porque sólo en nuestro país hay que estudiar tres años de carrera para obtener la licencia. En las últimas dos semanas han celebrado dos congresos en Madrid para reivindicar su profesión. Llevan años exigiendo un estatuto jurídico propio o un reglamento dentro de una Ley de Seguridad Privada que ahora les mete en el mismo saco que vigilantes o guardapescas. Piden medidas contra el intrusismo y que se cree la figura del detective de asistencia gratuita. Ni son paparazzi, ni espías, ni hackers. «Internet ha cambiado nuestro trabajo, es verdad. Deja un rastro que no teníamos antes y nos ha hecho evolucionar, pero los malos evolucionan y muchas veces van por delante», advierte Hormigos.
Sabemos ya que no llevan microchips en la patilla de las gafas, no se cuelgan de teleféricos ni beben martinis agitados. ¿A qué se dedican entonces los detectives? Hemos perseguido a cuatro de ellos, cada uno especializado en un tipo distinto de pesquisas, para conocer la verdad de los investigadores privados.
DE CARVALHO A ARETA
Son las 11 de la mañana. Quedamos en pleno centro de Madrid con Rafael Guerrero. Su tarjeta de visita dice que es detective privado y escritor. La web de su despacho, Agency World, dice que es «experto en investigaciones complejas a nivel mundial, localización de desaparecidos y seguridad privada». Quedan unos días para Navidad y hay millones de personas caminando en sentido único por la calle Preciados. Entre la marea humana hay un señor con gafas de sol que se enciende un pitillo a lo Philip Marlowe protegiendo el mechero entre las solapas de su gabardina (sí, su gabardina). Volvemos al tópico por un instante.
¿Rafael Guerrero?
Elemental, querido lector.
Rafael salió de una de las primeras promociones de detectives de la Complutense en 1992. Su primer caso fue investigar una infidelidad en un hotel de la Castellana y aún recuerda el sonido de las cámaras de fotos cuando el adúltero asomó por la puerta. Ta-ta-ta-ta-tá. El último encargo, buscar a una señora de unos 74 años a la que sus hijas no ven desde 2000. Cuando acabe nuestro café, el detective se irá a una pensión en la calle Valverde, donde pudo alojarse la desaparecida hace años.
–¿Por qué decidió ser detective?
–De joven veía las películas de James Bond. Leía a Ian Fleming. ¿Quién no quiere ser Roger Moore? Entonces no había mucha información sobre lo que era un servicio secreto. No es como ahora, que el CNI tiene hasta web. Lo más cercano que encontré al acabar la mili fue la carrera de Investigación Privada. En tres años era detective. Hice un año de Criminología y me lancé a la batalla. Como había sido mensajero, se me rifaban, era muy bueno en los seguimientos en moto.
–¿Era la profesión como imaginó leyendo a Fleming?
–En realidad somos más Pepe Carvalho o Germán Areta que James Bond. Ser detective es un estilo de vida y lo aprendes en la calle. Lo duro que es, la
cara B de las personas, cómo es la sociedad de verdad, lo que esconde. Te hace ver la vida desde un plano que la gente no ve en su zona de confort.
–¿Mentimos mucho?
–Todo el mundo miente. Lo decía Nietzsche: la mentira es necesaria para la vida. Necesitamos mentir porque la verdad siempre es decepcionante.
¿Es decepcionante la realidad de los detectives españoles? Javier Regidor es uno de los veteranos. Ejerce también desde 1992 y es uno de los personajes más conocidos en el gremio. «Muy de calle», dicen. En su primer caso tenía que seguir a un médico. Salió de la clínica con un BMW y en la primera curva lo perdió de vista. Javier es un tipo grande, con melena y barba de una semana. Es el único que no se deja retratar por nuestro fotógrafo porque –avisa– «yo trabajo con mi anonimato». Vive en una casa en la sierra en la que tiene una caravana vieja y una habitación que parece un decorado de True Detective en la que cuelgan con pinzas, entre ramas secas de árbol, planos de Madrid, mapas y reportajes en blanco y negro de papel couché. Guarda decenas de revistas que ya amarillean y un ejemplar a mitad leer de Galveston, la novela que escribió Nic Pizzolatto, el creador de la serie de HBO. En su despacho hay también un banco de pesas con aire carcelario, un teclado y una cámara Super-8 antigua en la puerta de la cámara acorazada en la que custodia los informes de sus clientes. Dentro tampoco podemos fotografiar. Top secret.
«En realidad somos gestores de la información, pero nos llamamos detectives porque suena mejor», explica. «Yo me veo muy identificado con el Jack Nicholson de Chinatown. Casos industriales, fraudes, competencia desleal… A eso nos dedicamos sobre todo». Durante nuestra entrevista le telefonea uno de sus colaboradores. Su Watson se llama Antonio. Sigue a una persona para destapar un posible caso de absentismo laboral. «¿Que ha entrado al médico? Ok. Córtalo, Antonio. Seguimos otro día».
Y cuelga. Por la tarde gestionará un viaje a una subasta en Alemania para localizar unas piezas de arte de una herencia familiar.
–¿Qué hay que tener para ser buen detective?
–Hay que ser todoterreno. Yo quiero a gente que le guste la caña, con iniciativa. Que sepa vigilar un portal, porque hay muchas maneras de hacerlo. Puedes estar leyendo el periódico o puedes estar pensando. Ha salido tal señor. Quizás sea él. ¿Tendrá barba? ¿Está de moda la barba? ¿Irá al cine? Mira, ahí se alquila un piso. ¿Y si llamo y pregunto por el vecino? Puedes ir hilvanando como Sherlock Holmes. Yo no pago a nadie para que me diga si el portal se abre o no, sino para que saque información de la nada.
En la puerta de su casa aparca un Porsche 911 Carrera negro. A diario usa un coche «más discreto». El Porsche lo conduce en las persecuciones. El otro día le cazaron a más de 200 detrás de un caso. Multazo. «Ojalá algún día dejemos de ser un bulto sospechoso y la gente valore nuestro trabajo como valora el de la Policía porque hacemos un servicio crucial».
¿Cuál es el principal problema de los detectives en España? «La desunión», sentencia Rafael Guerrero. «Si los periodistas sois el cuarto poder, nosotros somos el ciento y pico. No hemos sabido transmitir lo necesarios que somos, aunque todos los días se ratifican nuestros informes en los juzgados».
Los detectives no pueden perseguir delitos, no pueden invadir la intimidad de nadie, ni su imagen, ni sus comunicaciones. Investigan lo mismo que podría investigar usted pero con garantías legales. «Nuestro problema es el intrusismo», denuncia Enrique Hormigos. «Cualquiera va a la tienda del espía y se cree en condiciones de ser detective o de investigar al vecino».
Hormigos es uno de los mayores expertos de España en el uso de polígrafos. En el 75% de los casos la máquina de la verdad se utiliza para conflictos familiares, infidelidades o asuntos laborales. Su primer caso fue seguir a una chica porque su prometido sospechaba que ejercía la prostitución (no se equivocaba). Hoy Enrique se dedica, sobre todo, a fraudes de aseguradoras. Las compañías ahorran más de 400 millones al año gracias a los detectives. «Antes ganábamos dinero a espuertas. Ahora hay más fraudes pero han cerrado más empresas y las que hay se gastan menos», apunta.
Es la hora de comer y Rafael Guerrero tiene que buscar pistas en la pensión. Antes de que se acabe el café, se levanta dos mesas más allá un tipo en chándal con un casco de acero de soldado en la cabeza y un tebeo bajo el brazo. El detective le sigue con la vista.
–¿Nunca desconecta?
–Nunca al cien por cien. Pero a ese le he visto yo y le has visto tú también.
–¿Y alguna vez le han pillado?
–Si un detective te dice que no le han mordido nunca, o miente o es que jamás ha salido a la calle.